ELOGIO DEL ADULTO
(en el Día del Padre)
Don José Luis Aranguren. Catedrático de
Ética en la Universidad Central de Madrid. Exiliado en universidades
norteamericanas por coherencia con sus principios. Raro ídolo de los jóvenes universitarios desencantados de tantas
cosas. Cuando este editorialista fue Vicedirector del Instituto Teológico de
Murcia, Campus de la Universidad de Salamanca, tuvo la suerte de presidir con
él un panel universitario ante una muchachada que se embelesaba escuchándole
sentada en el piso del aula. Escribo este protocolo introductorio de datos para
apoyarme en el leve, levísimo, discurso de un editorial que quiere elogiar al adulto en su determinante
responsabilidad primaria educativa para las nuevas generaciones, porque decía
Don José Luis, él que tanto había influido en la juventud estudiantesca –década
de los 60/70--, cuando ésta volvía la cara hacia otro lado, dejando a la
derecha y a la izquierda politiquerías, clericalismos y otros embelecos, que él
“no tenía la beatería de la juventud!”…
Como esta frase tiene su metáfora, su retruécano y su barroquismo, la clareamos
un poco: No tener la beatería de la juventud significa no halagarla
añoñadamente, no paternizarla y no encantarse ante la polifonía de estéticas
que esa época áurea de la vida –eheu valde fugax!—que constituye un hábito para
politiqueros, malos educadores, peores pastoralistas y… pederastas. Decir que
los jóvenes son el futuro de la Iglesia y de la Humanidad, así, sin matices, es
caer en el hábito de alguno de los “beatos" categorizados anteriormente. La
juventud es un carisma dado por Dios al hombre para dotar al paso del tiempo de
una garantía de aprovechamiento de experiencias que garanticen el verdadero
progreso de lo humano. La juventud está llamada a preparar “los nuevos cielos y
la nueva tierra" (2 Pe 3, 13) desde la integración de todo lo aprovechable en la
peregrinación histórica humana. Sin la conciencia de esta finalidad, la
juventud se convierte en un espacio de tiempo narcotizante y desintegrado que sólo
sirve para apoyar y repetir multiplicadamente los errores del pasado. El éxito
de la gestión providencial asignada a los jóvenes que, de entrada, --y ésta la
diferencia con la edad madura—no integran, por razones obvias, la riqueza de la
experiencia, depende de la adultez, de los adultos. Sin una generación de
adultos, responsables y transmitiendo, por vía de ejemplaridad, los valores
vividos inicialmente en el hogar y luego en la escuela, en la universidad, en
las iglesias…, la juventud se convierte en una cloaca de oro, pero cloaca. La
expresión tan utilizada y vacía de contenido.., “se han perdido los valores”,
“hay que enseñar valores” es un negro prodigio de contradicción y ambigüedad
por la sencilla razón de que los valores no se pierden jamás, están siempre
ahí, porque son una abstracción: una silla se puede quemar, pero la idea de
silla e incombustible; y los valores no se pueden enseñar como algo
doctrinario, se aprehenden en la ejemplaridad de la existencia incorporada, que
es lo que los hace concretos, es decir, existentes. Maestros y padres que
tienen problemas de adulterio, de desequilibrios emocionales, de rapacidad
sobre el dinero, de ahogos para trepar en el poder… no pueden, aunque
quisieran, transmitir de los valores la noble eficacia que orienta el sentido
de la vida y la conducta (que eso es lo que constituye un valor). No nos engañemos con lugares comunes, oídos,
dichos y redichos sin saber lo que se dice, Secretarios de Educación. La
entidad concreta, natural y originaria del adulto es el padre; si el río de lo paterno no atraviesa los pastizales del
predio hogareño, todas las demás instancias: la escuela, la universidad o
cualquier tipo de pastoral en las iglesias, quedan bloqueadas y ese río se
remansa en aguas que no tardan en pudrirse. La Iglesia primitiva quiso siempre
asegurar la pastoral de los adultos, quería garantizar así cualquier otra
pastoral: la de la infancia, la de la adolescencia, la de la juventud… Por eso
también en nuestra Parroquia hemos dado preferencia a la catequesis de adultos,
sabiendo que si el adulto se vuelve a la realidad de Jesucristo, todo lo demás
está asegurado (dentro de la volatilidad misteriosa de la libertad humana). No
tener el caldo de cultivo de una adultez responsable supone construir
pintorescas pastorales sobre la arena movediza. El hábitat natural para la
educación del niño, del adolescente y del joven es la familia, y la familia
revelada no es la familia democrática o atómica, sino la familia monárquica,
con autoridad que viene de arriba, no de abajo, “del pueblo” --¡pobre pueblo
manipulado y morreado!... Lo decimos sin miedo. Y el icono de esa familia
revelada es el padre, que toma la
significación de Dios, de quien procede toda paternidad. Esta recordación choca
con los psicólogos, sociólogos y pedagogos “a la violeta” que riegan de
propuestas engañosas en las Cámaras de Representantes y los Parlamentos en el
mundo, las universidades de tres al cuarto y los programas de televisión de
melao-melao. En una palabra: Padres, después de Dios, a quien rogamos en este
día vehementemente por vosotros, os encomendamos el futuro de la juventud que
sin vosotros queda así: sin futuro, y, sin vosotros, queda la sociedad
entregada a la rapiña de maestros y gobernantes corruptos. En vuestras manos,
padres, está casi todo. Lo decimos y reconocemos porque nosotros creemos no
tener la vacilante beatería de la juventud, sino la lucidez admirada de lo que
nos ha sido revelado: “Hijos míos, escuchad los consejos de vuestro padre,
ponedlos en práctica y os salvaréis” (Ecco 3, 1). Lo demás es baile, trago y baraja.