EL ROSTRO

 (EL QUE ENTRA EN LA CIUDAD SANTA)

Nuestra antropología, llagada de dicotomías platónicas y cartesianas, no ha entendido jamás al cuerpo. Lo han reducido a un castigo carcelero para el alma, sentenciada por un férreo desliz originario en el jardín de las divinas ideas; y como remedio, no le ha quedado más ascesis que eso, lo puro: las ideas…, y también por ello, la filosofía se convirtió en una preparación para la muerte. La antropología hebrea protocolizaba los niveles de entidad humana en cuatro: alma, espíritu, cuerpo y carne. Por no entender estas hondas advertencias, se ha comenzado a rezar el Ángelus, diciendo “Y la Palabra se hizo hombre”… Porque no se entiende lo de la carne. Ignorar la delicada composición de estas cuatro teselas en un puzzle luminoso, ha hecho imposible, por ejemplo , la traducción correcta de las bienaventuranzas… Y cuando la Biblia se traduce mal, se vive mal, o se engrosa el número de los neuróticos. Así andamos. Lo nuestro es la carne: la Palabra se hizo carne (saks). No se hizo cuerpo, ni espíritu ni alma…: No estamos escribiendo que Jesucristo no tuviese cuerpo, estamos proclamando que lo nuestro es la carne, la resurrección es la de la carne… aunque tengamos manía  a la carne –que nos viene de muy lejos- y ha dado pábulo al Sr. Freud que nos ha dejado el asunto del sexo con una “F”; no hemos pasado el examen. La culpa es nuestra, que no sabemos ni lo que es la carne, ni lo que es el sexo. El cuerpo, dotado de un rostro, es el que ha entrado triunfante en Jerusalén el día el día que hoy conmemoramos, recordando ese ingreso de la gloria en una faz humana, en el rostro de un cuerpo que vive en la carne, el rostro que es un icono de Dios, en el rostro está el alma, la persona asomada a los ojos, la persona con la melodía o la síncopa en la comisura de los labios, la persona en el plinto de la barbilla o en el entrecejo sereno o comprimido de las cejas. Esa es la diferencia entre la fotografía y el retrato.
En una mañana bizarra de sol yo he prendido mi presencia normal en la placa fotográfica de un artilugio, junto a un niño palestino, al que doté de un ramo verde sin flor: fue en la ciudad Betfajé, de donde arrancó un día de la historia la teoría andante más misteriosa (si es que el misterio tiene grados) y densa, la de una corte aldeana alrededor del borriquillo que portaba sin cansancio el cuerpo y el rostro del icono de Dios, Jesús de Nazaret.
Un niño como aquel habría sido, sin duda, descendiente de los pícaros golfillos, que formaron la bulla más enconada, inocente y descuidada de protocolos, que en el mundo han sido, alrededor de la piadosa acémila que cargó con el cuerpo de Jesucristo antes de que lo hiciera el cirineo con su cruz o el viril de oro de la primera custodia primorosa.

Una carne, que después de la transfiguración definitiva del cuerpo resurrecto de Jesucristo, atravesaría la materia compacta de puertas y de muros, como el que mira a través de las moléculas transparentes del aire el paisaje más difícil. Ese rostro que quiere recordar muy humildemente la imagen que ilustra esta entrada, memoria de aquel otro, auténtico, ante el que los ángeles entornan las alas sobre sus almas de ópalo; porque ante el rostro de Dios Padre, las plumas ingrávidas de los arcángeles se cargan de una inefable vergüenza. Ante un rostro.

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