YO CONFIESO...
… no mis
pecados, ni mi laceria, Ángel Guardián, ni mi vacilante hemoglobina, ni mis
cansancios cuando el sol se hace meridiano, ni mis cosas estúpidas, ni mis
triglicéridos orondos y pachorrones, ni la carencia de los debidos decibelios
para tener el super-oído de un can, ni los versos que no se lograron, ni mis
apegos neuróticos a los amigos –¡ay, tan escasos!--, ni los 30 volúmenes de mis
diarios (desde 1953, cuando me dormía de sueño ante el latín de la Guerra de
las Galias –de prosa tan tallada--, deseando bajar a cenar), ni esas páginas
hirsutas, que ensayo fueron, ni los garabatos urgentes que se interrumpieron, a
veces, en secuencias truncas, aquéllas de mis estudios estivales en una
Universidad recoleta del costado izquierdo de Francia, junto al Doubs, cerca de
Ginebra, donde comencé a traducir la prose
blanche de Albert Camus, encantándome en los comentarios de texto que nos
proponía aquel joven profesor, Monsieur Michaud, ni mis escasos dólares
fundidos por la seducción de tejuelos de libros en el escaparate de una
librería de viejo…; hoy confieso, cantando, mis suertes y mis glorias, las que
quisiera que subieran desde las raíces de la Gracia (“el que se gloríe, que se gloríe en el Señor” 1 Cor 3,2), porque
toda otra gloria es flor de heno, que
nace por la mañana y al atardecer se agosta; la flor caduca de las misses universos y otras misses con quijada
de yegua reidora y boca de buzón de correos, la flor caduca de la fuerza
innoble que se concentra en el puñetazo y el golpe bajo y que enloquecen a
espectadores con sed de sangre y petición de muerte –“¡mátalo, mátalo!” –después de XXI siglos de cristianismo y V de
evangelización casi estéril. Hoy canto y confieso esa gloria del Señor. La de
esta pulcra, gozosa, interrégima, iluminada Parroquia, que no me merezco, la
gloria de sus gentes que me han ayudado y me han querido tanto, de las que me
han puesto viento avanzador en el velamen del alma con silbidos agudos,
lacerantes, (“los enemigos del hombre
serán los de su propia casa”, Mt 10, 36) porque no se puede aspirar a la
ronda de la fortaleza de la fe para entrar en ella sin tener enemigos. Gracias
a ellos (“orad por los que os persiguen y
calumnian” Lc 6, 28).
Hoy canto y confieso, derritiéndome
como un blanco chocolate suizo, en agradecimiento por las damas secretarias
parroquiales, por quienes han limpiado y aseado la casa que la Iglesia me
asignó como modesta residencia, y que abrí sin mérito propio a todo el mundo
(¡oh, hermano Francisco de Asís!); canto el agradecimiento por la Comisión de
Economía, por la Comisión de Construcción del nuevo templo, por la escolta de
ingenieros, arquitectos, operarios…, por quienes montaron las fiestas
litúrgicas y las fiestas humanas
–degustación de vinos, bailes amigables y alegres cenas fraternas—en los
acontecimientos de la historia de la Parroquia; por quienes han llevado el
ornato de fina seda y frescas rosas en los monumentos juevesanteros; por quienes han visitado a los enfermos llevándoles
el Pan que más vale; por quienes han contado peso a peso, la contribución
económica semanal de la feligresía, llevando, en suma y sigue, esos bienes
modestos y bendecidos a los modernos templos del ídolo de este mundo, los
Bancos, de los que no quedará piedra sobre piedra. Hoy quiero levantar, en alto
ángulo agudo y faldellín de oro, las trompetas… por cuatro feligreses que,
invitados a servir a la Iglesia en el Sacramento del Orden y en el grado de
Diáconos…, durante cuatro años con una constancia que es rara avis en la cultura/incultura local, han seguido estudios
teológicos, escriturísticos, litúrgicos, jurídicos, de derecho matrimonial
eclesiástico…, ¿Saben ustedes, los que escuchan mi romance de ciego con
cartelón y puntero en esta plaza de gozos y clamores, lo que significa que
cuatro profesionales serios, responsables, padres de familia, durante un lustro
menos un año, al final de la jornada, sudada de cansancio (la asistencia a los
distintos cursos era a las 7:00 p.m.) se dedicaran a prepararse para servir, en
comunión con el Padre Párroco y el Señor Arzobispo, al pueblo de Dios, quitando
una parte alícuota a la familia, al trabajo, al honesto esparcimiento, con un
celibato condicionado y bajo la Gracia del Sacramento del Orden…? ¿lo saben? La
centésima parte de todo ese esfuerzo no se le han olido los sedicentes
trabajadores y fajados de compromisos (que son mandingas) del lugar.
Esta es la gloria que hoy confieso y
canto. Mis tristezas apuntilladas por la alegría rutilante, como la cara
tallada de un rubí, aguda como la inteligencia de un serafín, hoy son aromadas
por esa preciosa Comunidad Parroquial, con fieles como éstos, como estos cuatro
mosqueteros, espadachines sin error, con un Dartañán vencedor, inmontar de más
gloria. Con estos candidatos al Dicaconado, que entrarán en el lobby del
Sacramento el próximo 10 de agosto bajo el sencillo dosel de los ministerios
del Acolitado y del Lectorado, ellos que serán ese día la
cifra de toda la Parroquia y que me llenan de una vergüenza caldosa de
caramelo, porque (doy al énfasis mi reiteración) no me los merezco.
Gracias, preclaros feligreses, que dais
estos frutos de deleites, con el lujo de un rubí, de una gema, de un topacio,
de un ópalo, de un diamante, de una amatista, de un lapislázuli, de una
aguamarina, de un granate… --¡oh joyas de la corona, que preparáis así la del
Cuerpo de Jesucristo, que es la Iglesia!--. Con vuestra conversión creciente se
hará de este nuevo templo y de esta Comunidad una llama eucarística sin
combustión y una blanquísima orquídea mariana más fina que la luz sin cuerpo,
más rumorosa que el fru-frú del damasco o la tierna hilatura de una blonda
holandesa.
Gracias, y gloria a la Cruz del Señor
que ha rasgado el velo de la muerte que cubre a todas las naciones. A anunciar
esta noticia sin sombra estáis llamados por el servicio que sale del Siervo de
Yahvé y a él vuelve.