SOBRE EL PUDOR



… y se dieron cuenta de que estaban desnudos. (Gn 3, 7)


         El pudor nació al atardecer en el Paraíso. Se engendró en la confrontación de la finitud humana con la divinidad, que el pecado descubrió, abriendo la puerta a esa conciencia que produjo vergüenza… ¿de qué?: de la constatación de que el hombre era un ser disponible, derrengable, utilizable en su relatividad, y la chispa divina enterrada en el barro se resistió a esa utilización… El signo de esa disponibilidad de lo finito era el sexo, al que se suele llamar “la vergüenzas”, aquella chispa era el pudor.
El sexo conserva el miedo que produce el abismo de la conciencia de lo finito desde aquella tarde y obra como obró su portador: ocultándose. En el cuerpo del hombre ha quedado fijada la cifra de la finitud avergonzada y temerosa. Tuvo miedo en esa constatación a que la tromba de la divinidad le anegase. Conocer el bien y el mal es conocer la confrontación entre lo finito y lo divino. Eso es lo que descubrieron los ojos al abrirse viendo que estaban desnudos… ¿de qué?: del apoyo ontológico de la divinidad; no les quedaba más remedio que la sustancial subestima de sí mismos en la vergüenza; en la cultura hebrea la vergüenza es la desnudez como afrenta.
Esta es la base onto-teológica para establecer la entidad del pudor, del pudere, de la pudicitia que no es más que impedir disponer de lo disponible, de lo vergonzoso. A quien se resiste a esa experiencia óntica de la utilización en su conducta, se le llama puro, y lo demás es mera anécdota moralizante que ha alimentado al folklore de los mitos y a las malicias de cierto humor. A esa invitación fallida “a ser como dioses”, le ha sucedido la historia del pudor.
         Lo finito densificado, el pudor y el miedo, forman desde entonces una desdichada terna. El sexo que secularmente se ha dejado en herencia a la banalización, a la frivolidad o a la mera funcionalidad biológica, se convirtió, en el hombre, en una evidencia del desamparo que comporta la finitud; por eso, debidamente atendido, representa una esplendorosa muestra de humildad, y cuando se convierte en un harmónico del amor humano entre el varón y la mujer, enciende una clara llama con una pizca de bochorno, la de la limitación en la que se puede mover la ternura.
         El sexo es un sacramental del éxtasis sobre el que hay que velar para que no se diluya la comunión exclusivamente en los cuerpos, porque el placer tiende a la soledad, a cerrar a la persona en una individualidad excluyente, a la desaparición del rostro del otro que la rotura de los límites, que todo lo estático, como el placer postula. Porque en el placer, de sí, estamos solos.
         La irreverencia que se ha cometido contra el árbol de la vida se convierte en arrepentimiento y en vergüenza en las zonas del cuerpo destinadas a transmitir la vida: ahí se plasma una de las principales significaciones del pecado original y de todo pecado: atentar contra la vida.
El hombre siente vergüenza en esas zonas que lo declaran desnudo (Gn 3,7), es decir, privado del último significado de su elevación; y en la mujer, la que tomó del fruto del árbol, esa vergüenza es más intensa: la extroversión del varón rebaja la densidad de la vergüenza, pero en lo femenino, en la mujer, es decir, en la última intimidad humana, el pudor no se extingue jamás del todo, ni siquiera en la mujer que comercia con su cuerpo, en ella perdura de alguna forma la vergüenza, el pudor; la cortesana normalmente hace un reclamo corporal sucintamente cubierta, totalmente desnuda, jamás; ahí pervive el resto del pudor… Ahí, en la vida maltratada, después de la desobediencia a la veneración de la vida, el pudor se convierte en un problema ontológico, en una cuestión de ser, porque el hombre es vida, está hecho para la vida, y el pudor denuncia esa pérdida; y por eso ha llegado el gran restaurador: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. No se trata, de entrada, de una cuestión ética en el pudor, sino de ontología. Es decir, del ser o no ser auténticamente humano.
         En esta civilización nuestra –con tan poca civilidad- relativista y marchita, el pudor es algo deshonesto, sin valor alguno…, cuando la honestidad es la cualidad que tiene lo que es valioso en sí mismo; los antípodas se han invertido, lo que antes era laudable hoy es tabú, es decir: aquello de lo que no se debe hablar; porque intentar educar en la sexualidad sin ninguna referencia axiológica al pudor, es colocar una bomba de relojería en un corro de niños para que jueguen con ella; por eso algunos padres cristianos han retirado a sus hijos del corro (con vosotros hablamos, colegios y escuelas de todos los pelajes).
         La debilidad humana frente a la virtud de lo que hablamos en este tema, es otro cantar, mas los principios nítidos que no se empañen.





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